sábado, 15 de mayo de 2010

Sacrificio humano



Todos los días los humanos somos sacrificados en aras de un bien mayor, como una sociedad que ofrece la oportunidad de hacer realidad sus sueños. Esos sueños son nuestro combustible, y nosotros movemos el sistema, pero nadie consigue ser feliz gracias a él. El verdadero sacrificio humano es a la inversa.

Llevabas el carné de la biblioteca y un carné de un videoclub. La cartilla de la seguridad social. Catorce dólares. Quería llevarme el pase del autobús, pero el mecánico dijo que cogiera sólo el carné de conducir. Y un carné universitario caducado. Tú antes estudiabas algo. Como llorabas cada vez más te encañoné con la pistola en la mejilla con más fuerza, y comenzaste a retroceder hasta que te dije: «No te muevas o te mato aquí mismo». Ahora dime qué estudiabas.
¿Dónde?
En la universidad, dije. Llevas un carné de estudiante.
Oh, no lo sabías... Sollozos. Hipo. Gimoteos. Biología.
Escucha, vas a morir esta noche, Raymond K. K. K. Hessel. Tal vez mueras dentro de un segundo, tal vez dentro de una hora; tú decides. Así que miénteme. Dime lo primero que se te pase por la cabeza. Invéntalo. Me importa una mierda. Tengo la pistola.
Por fin me escuchaste y olvidaste la mezquina tragedia que gestabas en tu cabeza.
Rellene el formulario. ¿Qué desea Raymond Hessell ser de mayor?
«Irme a casa —dijiste—, sólo quiero ir a casa, por favor.»
«Déjate de mierdas», dije yo. ¿Cómo deseabas pasar el resto de tu vida? Si es que podías hacer algo en el mundo.
Invéntalo.
No sabías.
«Pues vas a morir ahora mismo —te dije—. Gira la cabeza.»
La muerte empezará dentro de diez segundos, nueve, ocho.
«Veterinario», dijiste. Querías ser veterinario.
Eso va de animales. Hay que ir a la facultad para ser eso.
«La facultad es demasiado para mí», dijiste.
Podrías estar en la universidad dejándote el culo allí, Raymond Hessel, o podrías estar muerto. Tú eliges.
Te metí la cartera en el bolsillo trasero de los téjanos. Así que lo que realmente te gustaba era ser médico de animales. Alivié la presión del cañón salado sobre una mejilla y te la puse en la otra. Doctor Raymond K. K. K. K. Hessel, ¿es eso lo que siempre has querido ser?, ¿veterinario?
Sí.
¿No mientes?
No, no, lo decías en serio. Sí; no mentías. Sí.
Vale, te dije, y te incrusté el cañón húmedo de la pistola en el mentón, y luego en la punta de la nariz, y dondequiera que hiciese presión con el cañón, quedaba la huella redonda y húmeda de tus lágrimas.
«Bueno —te dije—, vuelve a la facultad. Cuando te despiertes mañana por la mañana encontrarás un medio de volver a la facultad.»
Te incrusté el cañón húmedo de la pistola en las mejillas, luego en el mentón y finalmente en la frente. «Podrías estar muerto», dije.
Tengo tu carné de conducir. Sé quién eres. Sé dónde vives. Me quedaré tu carné de conducir y te vigilaré, señor Raymond K. Hessel. Me cercioraré dentro de tres meses, y luego dentro de seis y luego dentro de un año, y si no has vuelto a la facultad a convertirte en veterinario, morirás.

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